domingo, 22 de enero de 2012

Imperialismo, colonialismo y cipayismo

Por 
 Eduardo Anguita

El nada flemático David Cameron obliga a que el periodismo atrase. Desde hace muchos años, los lectores están acostumbrados a términos más suaves que imperialismo o colonialismo. Curiosa paradoja, quien rescató del arcón esta última palabra no fue algún émulo de ese patriota argentino con nombre tan inglés, John William Cooke, sino el mismísimo primer ministro del viejo Imperio que, encima, tiene nombre de rey, David Cameron. Ante la nada común Cámara de los Comunes, en vez de hacerse cargo de que Gran Bretaña tiene la tasa de desocupación más alta de los últimos 20 años, Cameron bregó por la autodeterminación de los kelpers y acusó a la Argentina de colonialista por el simple hecho de reclamar, una vez más, la soberanía sobre las Malvinas. La ofensiva verbal británica esperaba sumar a Brasil, o al menos que relativizaran la decisión de que los buques con bandera de “Falklands” pudieran recalar en puertos de ese país. Para eso, la oportunidad era en la conferencia de prensa conjunta que daría el canciller británico William Hague tras la reunión que mantuvo en Brasilia con su par Antonio Patriota.
El plan británico se apoyaba en siglos de historia. Las relaciones entre Argentina y Brasil estuvieron más caracterizadas por rivalidades que por alianzas, y siempre mediatizadas por la cuña imperial. Antes lusitanos y españoles, luego británicos o norteamericanos. “Son bien conocidas las resoluciones del Mercosur y de la Unasur en respaldo a la soberanía argentina en Malvinas, de modo que ni siquiera exige ratificarlas”, dijo el encargado de las relaciones exteriores de la presidenta Dilma Rousseff. Es importante subrayar que el diplomático británico tenía una agenda destinada a que Brasil acompañase la ofensiva sobre el viejo enclave colonial anglonorteamericano que hoy parece ser la obsesión imperial. Quieren someter a Irán, quieren el petróleo de ese país. Y, si no, que no entre a las refinerías europeas. A tal efecto, esta semana será clave la decisión de la Comunidad Económica Europea respecto de un embargo petrolero a ese país justificado en los supuestos ensayos nucleares con fines militares que haría el gobierno de Mahmud Ahmadinejad, quien la semana anterior había visitado varios países latinoamericanos, entre ellos Venezuela, un respaldo sólido para Irán en la región. Patriota evitó cualquier condena a Irán y ratificó que las eventuales sanciones deben ser definidas “en el ámbito del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas”. El canciller brasileño fue muy enfático a la hora de desmarcarse de la estrategia anglonorteamericana que ya tiene tropas alistadas para acompañar el embargo petrolero. “Hay un escepticismo en Brasil y en la región –dijo Patriota– con relación al efecto positivo que sanciones, sobre todo aquellas que afectan a la población civil, puedan tener sobre el desarrollo de una cuestión como ésta. Más aún, un escepticismo sobre el recurso a la fuerza antes de que todos los esfuerzos diplomáticos hayan sido agotados.”
El famoso Milagro Brasileño, como se llamó al proceso desarrollista iniciado en el golpe militar de 1964, fue provocado desde Washington porque concebía a Brasil como un “subimperialismo” alineado con Estados Unidos. El tema es tratado en profundidad por Mario Rapoport y Eduardo Madrid en el libro Argentina - Brasil, de rivales a aliados, publicado recientemente por Capital Intelectual. La confianza norteamericana en Brasil estaba cimentada, entre otras cosas, en la sintonía fina de las fuerzas armadas brasileñas con las de Estados Unidos, ratificadas con una diplomacia pronorteamericana. Pruebas al canto, la participación en la Segunda Guerra Mundial que le costó no sólo muertos en los frentes de batalla sino el hundimiento de infinidad de buques cargueros que aprovisionaban a Gran Bretaña.
Pero pasó más de medio siglo de aquello y las fuerzas armadas brasileñas ya no tienen como “hipótesis de conflicto” a las recetas de Washington o Londres. Es más, a fin de año, fue la BBC la que dio la mala noticia: el Centro de Investigaciones en Economía y Negocios advertía que la sexta economía más grande del mundo ya no era Gran Bretaña y que en ese puesto se colocaba nada menos que Brasil. Además, los analistas militares anglosajones tomaron debida nota de que la prioridad en los planes de Defensa de Brasilia es el Amazonas, siempre en la mira del Pentágono. También tomaron nota de que los gobiernos latinoamericanos y caribeños destinan más recursos a políticas sociales y educativas que a proveerse de armas y que la Unasur tiene un Consejo de Defensa que no es para fomentar el militarismo sino para que la defensa de la soberanía empiece por las cabezas de quienes toman las decisiones económicas, financieras y también las que involucran a las instituciones militares.
Patria no, Colonia sí. Hace menos de dos años, el Oscar a la mejor película fue ganado por El discurso del rey, una historia cuyo centro era la angustia que causaba el tartamudeo del príncipe Alberto al cierre de una exposición en el mítico estadio de Wembley, en 1925, en presencia de las autoridades del Reino Unido “y representantes de las 59 colonias”. Alberto era hijo del rey Jorge V, quien además ostentaba el título de “rey de la India”. Esta historia mínima llevada magistralmente al cine se despliega sin una sola consideración crítica al lugar que ocupaba Gran Bretaña como el gran imperio. También tiende un manto de piedad sobre la historia del sucesor de Jorge V. En efecto, el film pone al rey padre en el lugar del que alerta a su segundo hijo –Alberto, el tartamudo– sobre la necesidad de tener buena dicción, porque llegaba la época en la cual los reyes tenían que manejar con soltura la comunicación radial. Así, queda naturalizada la demonización del hijo mayor, Eduardo, príncipe de Gales, porque “va a acarrearle graves problemas a la casa real”. Hecho el guión con el diario del lunes, se asume como lógico que el príncipe de Gales se convierte en un Eduardo VIII destinado a renunciar en breve. La versión victoriana fue que se casaba con una mujer libertina. Las sospechas, fundadas, eran que, en pleno auge del fascismo y del nazismo, Eduardo era uno de tantos príncipes, empresarios y políticos ingleses que tenían simpatías con Adolf Hitler.
Por esos años, la Argentina no era una de las 59 colonias sino que estaba gobernada por los cipayos autóctonos, aquellos que, ante las necesidades de carne del Imperio, no dudaron en firmar el Pacto Roca-Runciman, que privilegiaba como clientes a los ingleses y que, además, obligaba a la Argentina a que las libras esterlinas que correspondían a las ventas de carnes quedaran depositadas en los bancos ingleses y sólo estuvieran disponibles para comprar productos de ese origen. Por supuesto, la balanza comercial era favorable a la Argentina y las libras se acumulaban al mismo tiempo que se acrecentaba la deuda con el Imperio.
El siglo XX fue el siglo del petróleo. El milenario proceso de transformación de restos fósiles en un combustible de altísimo valor energético tuvo como pionero en el uso de naftas para barcos al Imperio Británico. Mientras los norteamericanos extraían su propio oro negro y empezaban a fabricar automóviles, los ingleses, unos años antes de la Primera Guerra, rediseñaron los buques para que, en vez de carbón mineral, funcionaran en base a derivados del petróleo. Tenían que llevar menos carga y hacían bramar los motores. Eso sí, había que aprovisionarse de petróleo a cualquier precio. Y para eso estaban las 59 colonias, especialmente las del Cercano Oriente. De allí la necesidad de terminar con el Imperio Otomano y tejer alianzas con jeques árabes. La película Lawrence de Arabia cuenta eso bellamente. Peter O’Toole encarna a Thomas E. Lawrence, un agente del rey que fue a soliviantar beduinos. Años después, en 1935, cuando se firmaba el Pacto Roca-Runciman y Jorge V dejaba la corona en manos del hijo inapropiado para gobernar, Lawrence moría en un accidente de moto. Quizá llevó secretos a la tumba pero dejó un libro tan agudo como cínico. En efecto, Los siete pilares de la sabiduríacontiene las agudas reflexiones de un académico británico. Por detrás de esas historias de nómades, se escribía la historia de la Royal Dutch Shell, la empresa que surgía como fusión de una compañía holandesa y otra inglesa para darle combustible al Imperio. La que competía en hacer tropelías en todo el mundo con la norteamericana Standard Oil de los Rockefeller. Eso significaba que ese siglo XX requería de un drástico cambio en el reparto del mundo, tanto de las rutas marítimas como de los territorios con reservas. Y así llegó la Gran Guerra, en 1914.
Cien años después no puede decirse que el ciclo de la relación petróleo-guerra se haya cerrado. Por el contrario, la ocupación de Irak por tropas anglonorteamericanas trajo aparejada la muerte de cientos de miles de civiles. Irán podría convertirse en un escenario aún peor en caso de una intervención militar. En 1953, para evitar la nacionalización del petróleo en Irán, ya intervinieron tropas de ese país y derrocaron al presidente Mohammed Mosaddeq, que había sido elegido por los votos. Entonces, el rey Mohamed Reza Palevi, un títere al servicio anglosajón, suprimió la democracia y dejó libre el camino para que la Shell y la Standard Oil hicieran sus negocios. Ahora, más allá de las polémicas sobre el Islam, el presidente Mahmud Ahmadinejad es elegido en elecciones libres y no tiene intenciones de entregar el petróleo a las empresas inglesas y norteamericanas.

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