lunes, 28 de septiembre de 2020

El peronismo se abroquela en defensa de Alberto y la democracia

 

 Por Nicolás Lantos 

Los golpes de Estado son una realidad en América Latina este siglo y van siempre en el mismo sentido. Un 17 de octubre para blindar al Presidente. Si en la Argentina hubiera un golpe de Estado exitoso contra el gobierno peronista, los diarios del día siguiente hablarían de transición, de unidad y de preservar las instituciones.
 

La mayoría de los canales de noticias y de las radios consagradas le

 darían voz solamente a los conspiradores y callarían las denuncias

 sobre la violencia y la ilegalidad de los acontecimientos. La oposición 

política no quebraría lanzas para defender la democracia. Los gobiernos 

de la región, como Brasil y Bolivia, no tardarían en reconocer la legitimi

dad de las autoridades de facto. Estados Unidos tampoco. Si todo llega a consumarse, revertirlo será una tarea imposible. De ahí la urgencia,

 más actual que en ningún otro momento desde la década del ‘80, de 

que todos aquellos que estén comprometidos con el estado de Dere

cho, políticos, sindicalistas, empresarios y referentes de la sociedad 

civil, medios y comunicadores, de todos los colores políticos, dejen 

de lado cualquier diferencia para trazar una línea y renovar el compro

miso del Nunca Más.


Es un escenario todavía lejano, a solo nueve meses de las elecciones

 que Alberto Fernández ganó con holgada mayoría, con una gestión 

que a pesar de la doble crisis de la economía y el coronavirus consi

gue sostener una tensa calma social, con algunos números que invitan

 a pensar en una incipiente recuperación y con el apoyo de las dos cá

maras del Congreso, las centrales obreras y una enorme mayoría de 

los gobernadores. También es cierto que la sociedad argentina ha tra

mitado su vínculo con la dictadura de forma más madura que sus veci

nos, con un compromiso por los derechos humanos que es ejemplar 

en todo el mundo y la resistencia a un intento golpista, al parecer, 

aún es muy fuerte en la sociedad, incluso entre sectores netamente opo

sitores. Sin embargo, dar por sentada la estabilidad institucional es un

 error que puede salir caro: tanto Evo Morales en Bolivia, como Dilma 

Rousseff en Brasil, víctimas de sendos golpes de Estado, reconocieron

 luego que habían subestimado el riesgo.

Los casos de Morales y de Rousseff no fueron hechos excepcionales 

en la historia latinoamericana del siglo XXI. Una vez que la región, de la

 mano de Lula Da Silva, Néstor Kirchner y Hugo Chávez, comenzó a

 alejarse del consenso de Washington, comenzaron los intentos de de

sestabilización, con métodos diversos. En los últimos 18 años, la región

 pasó por ocho golpes de Estado: prácticamente uno cada dos años. 

En 2002, un golpe cívico-militar logró destituir a Chávez por 48 horas,

 antes de ser sofocado. En 2004, el presidente de Haiti Jean-Bertrand 

Aristide tuvo que dimitir después de un ultimátum del ejército. En 2009

 la Corte Suprema depuso de forma ilegal al hondureño Mel Zelaya. En 

2008, Bolivia había sofocado un alzamiento paramilitar y en 2010 el ecua

toriano Rafael Correa estuvo secuestrado por un motín policial durante 

varias horas. En Bolivia como en Ecuador, el peligro fue desactivado gra

cias a la crucial intervención de Unasur. A partir de entonces, los méto

dos que adoptó la derecha se volvieron más sofisticados y efectivos.

En 2012, el presidente paraguayo Fernando Lugo fue destituido tras un

 juicio político express que duró menos de 48 horas y no cumplió con

 las garantías mínimas para la defensa. La coalición que lo había llevado

 al gobierno, amplia y heterogénea, estalló en el Parlamento, dejándolo

 a tiro del golpe institucional. Algo parecido le sucedió a la brasileña Dil

ma Rousseff, en 2016, cuando fue depuesta en un impeachment cons

truido sobre una irregularidad administrativa. Ese día saltó al estrellato 

un ignoto diputado y ex militar que dedicó su voto al torturador de

 Rousseff durante la dictadura. Su nombre: Jair Bolsonaro. El golpe se 

completó con la persecución y proscripción de Lula en las elecciones

 que llevaron a ese diputado al poder, dos años más tarde. Así como 

Paraguay puso a prueba el método que luego se perfeccionó en Brasil, 

la elección fraudulenta de Bolsonaro sentó las condiciones para lo 

que sucedió en Bolivia. Las piezas de un rompecabezas que va dejando 

pocos huecos en el mapa regional. Luz amarilla.

Con la Unasur desactivada, los mecanismos regionales para bloquear 

intentos antidemocráticos quedaron en desuso. Por el contrario, el año

 pasado en Bolivia vimos por primera vez a la OEA actuar como cabeza

 de playa de la maniobra golpista, cuando su titular, el uruguayo Luis 

Almagro, se apresuró a denunciar fraude en una elección que ahora 

sabemos no tuvo irregularidades y donde Morales había triunfado lim

piamente. La intervención directa de Estados Unidos en la región, que

 también pudo apreciarse con el culebrón de Juan Guaidó en la trágica

 Venezuela, no era tan desembozada desde la década del setenta. Por

 supuesto, a diferencia de entonces, los golpes ahora se hacen en nom

bre de la República y las instituciones. Por supuesto, al igual que enton

ces, los medios de comunicación del establishment juegan un rol clave 

para normalizar el discurso y la práctica de los conspiradores. Las redes

 sociales y en particular las fake news, que distraen la atención de lo que

 sucede realmente, completan un cuadro de situación delicado.

Esta semana, tres hechos extraordinarios, que en condiciones norma

les habrían acaparado la atención de la sociedad, fueron silenciados 

por los principales medios. El martes, la Policía de la Ciudad de Buenos 

Aires reprimió a un grupo de enfermeras que se manifestaba pacífica

mente frente a la Legislatura. El miércoles, la Agencia Federal de Inte

ligencia rebeló pruebas de que los familiares de la tripulación del sub

marino ARA San Juan habían sido víctimas de espionaje ilegal duran

te el gobierno de Mauricio Macri. El jueves, el juez Alejo Ramos Padilla 

dio a conocer evidencia de otra red de espías ilegales montada durante 

el gobierno de Juntos por el Cambio que tenía como objetivo a organiza

ciones políticas, sociales y sindicales en plena campaña electoral de 2017. 

La diferencia entre la abundante documentación probatoria de estas cau

sas y la magra que se registra en las investigaciones contra funcionarios 

de gobiernos peronistas en el marco del lawfare es evidente para cualquier 

observador bienintencionado que se tome el trabajo de conocer los detalles.

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