La escena era estrafalaria. En la avenida Corrientes al 800, un centenar de policías y bomberos, junto a otros tantos efectivos del Grupo de Operaciones Especiales (Geof) y perros de la División Explosivos, mantenían sitiado el frente del teatro Gran Rex. En el escenario, tres policías vestidos de negro, con pasamontañas y fusiles automáticos, escoltaban al orador ante un público que apenas llenaba la mitad de las butacas. Así transcurrió, durante la tarde del 23 de mayo, un evento de carácter –en teoría– apacible: el Leadership Symposium (semanario para ejecutivos sobre liderazgo empresarial) de Wom Latam, una firma especializada en cursos y foros demanagement. Pero el orador era nada menos que el ex presidente de Colombia, Álvaro Uribe.
Lo cierto es que el descubrimiento fortuito de un posible plan para liquidarlo tuvo una onda expansiva sorprendente. Y a escala internacional. Mientras en el microclima de la pesquisa ocurría una sucesión de desinteligencias técnicas entre la Policía Federal y el juez federal Norberto Oyarbide, los servicios de inteligencia y las fuerzas de seguridad de Colombia se aprestaban a tomar cartas en el asunto. En tanto, los principales diarios del mundo esgrimían una conjura protagonizada por paramilitares, narcos y guerrilleros de las Farc. La complejidad de tal hipótesis resulta desproporcionada ante su única evidencia: una pequeña bomba de estruendo hallada bajo un asiento del coliseo. Sin embargo, sobre su origen revolotea un enigma.
El eje del mal. Fue muy ingeniosa la idea de que un tipo como Uribe –cuya gestión arrojó siete mil presos políticos, tres mil ejecuciones, 62 mil desaparecidos y cinco millones de desplazados internos– disertara acerca de "cómo superar una crisis a partir del liderazgo sustentable y el trabajo en equipo". No menos original fue que tuviera por teloneros a un dirigente deportivo amigo de Pep Guardiola, a un autor de libros de autoayuda y a un ex director del Cirque du Soleil. Ellos jamás imaginaron estar envueltos en semejante aventura.
En la tarde de ese miércoles, el griterío de unos 300 residentes colombianos que repudiaban la presencia de su polémico compatriota se filtraba en la sala. A esa misma hora, los canales de noticias reproducían la ofuscación del juez por su disputa con los investigadores acerca del tamaño del artefacto. Al respecto, ya se sabe que Oyarbide había incurrido previamente en una involuntaria inexactitud, sugestionado por un error de comunicación policial. El magistrado también sospechaba que los uniformados le aportaron datos equivocados sobre el sitio en el que se hallaba la bomba y la identidad de quien la encontró. Por entonces, en Internet ya se publicaban fotografías del pequeño adminículo. Al mismo tiempo, una lluvia de falsas denuncias al 911 daba cuenta de otras bombas en Telefé, en un colegio religioso, en la Unicef y en la Secretaría de Cultura. Ya al concluir sin incidentes la ponencia de Uribe, llegaba al país una delegación de policías colombianos pertenecientes a dos cuerpos de elite: la Dirección de Investigación Criminal e Interpol y la de Inteligencia de la Policía Nacional. Los visitantes reportan directamente el jefe máximo de esa fuerza, general Oscar Naranjo, quien controla en persona el trabajo de sus hombres por orden expresa del presidente Juan Manuel Santos.
El martes mismo, éste convocó en su despacho a Naranjo para tratar el tema. Se dice que su preocupación no era menor. Apenas siete días antes, un ex ministro de Uribe, Fernando Londoño, se salvó de morir en un atentado con explosivos cometido por las Farc mientras transitaba por las calles de Bogotá a bordo de una camioneta blindada; en la ocasión hubo dos muertos y 59 heridos. Ahora Santos no desechaba un vínculo entre ese hecho y lo ocurrido en el Gran Rex.
El silencio del general fue su modo de asentir.
Naranjo, un especialista en inteligencia que no fue ajeno a la muerte del legendario jefe del cártel de Medellín, Pablo Escobar Gaviria, creía ver en esta última cuestión el largo brazo de las Farc. Tal parecer deslizó minutos después a los cronistas que lo abordaron al abandonar el despacho presidencial.
Al día siguiente, el diario colombiano El Espectador titularía su portada con una elocuente pregunta: "¿La colombianización de Argentina?". Y en la página central desarrolla una inquietante especulación: "No sólo el narcotráfico colombiano ha trasladado al territorio argentino sus conexiones con el paramilitarismo sino que también han aumentado las redes de lavado de activos".
Tal tesitura es argumentada por una serie de hechos y circunstancias ocurridos aquí en el último lustro. El más espectacular: la ejecución en el Unicenter de dos narcos pertenecientes al Cartel de la Cordillera –Héctor Duque Ceballos y Alexander Guillermo Garner– a manos de un sicario que huyó para siempre en una motocicleta. Ello había sucedido el 29 de julio de 2008.
El más reciente ajuste colombiano en estas tierras tuvo lugar el 16 de abril, al ser acribillado El Mojarro. Así se apodaba Héctor Jairo Saldarriaga Perdomo, un ex cuadro militar de las Farc que se volcó al narcotráfico. Se cree que colaboró con la pesquisa que culminaría con la detención en Buenos Aires de 26 personas; entre ellas, las esposas de dos jefes narcos: Pedro Guerrero Castillo, (a) Cuchillo, y Daniel Barrera (a) El Loco. Ello sucedió el 6 de abril, y pasó a la historia policial como Operativo Luis XVI, en virtud de que fueron secuestrado 280 kilos de cocaína oculta en muebles de estilo. Se cree que el propio Barrera habría dado la orden de pasar al Mojarropor las armas.
También corrieron ríos de tinta sobre la captura en el barrio de Palermo de la ex reina de belleza colombiana Angie Sanclemente, quien integraba una modesta banda asentada en Mar del Plata cuya actividad consistía en triangular hacia Europa envíos de cocaína en vuelos comerciales, a través de mulas.
Quienes, tanto en Bogotá como en Buenos Aires, abonan la pista colombiana para explicar el caso del Gran Rex, suelen también esgrimir los 130 ciudadanos de esa nacionalidad alojados en cárceles argentinas por conductas delictivas de otro signo, entre las que resalta el escruche de viviendas. Sin embargo, tal profusión de casos no alcanza para establecer una tendencia ni para poner en tela de juicio el buen nombre y honor de los 400 mil ciudadanos de Colombia que residen en Argentina.
De hecho, históricamente, estas tierras a veces han sido proclives para el refugio de hampones foráneos con problemas y también para saldar con sangre algunas deudas y traiciones. En cuanto a la condición del país como lugar de tránsito para el tráfico de drogas, ya en la década del ’60 pudo verificarse esa dudosa virtud, cuando la Unión Corsa enviaba cargamentos de heroína a los Estados Unidos desde el puerto de Buenos Aires.
Pero nada indica el desembarco masivo y sistematizado de carteles colombianos en el país. Los casos mencionados son espasmódicos y sin vínculos entre sí. Tampoco hay evidencias sobre bases o actividades regulares en Argentina de grupos abocados al paramilitarismo o la guerrilla. Sobre la Farc, en particular, es sabido que no hay antecedentes de operaciones militares efectuadas en otros países.
Pero el general Naranjo no adscribe a esta creencia.
Estampido de la muerte. Lo cierto es que por estos días la atención internacional está depositada en una caja rectangular de 12 por 15 centímetros con unos pocos gramos de pólvora negra y un detonador a control remoto desde un teléfono celular. Todos coinciden en que la capacidad de destrucción de dicho petardo es casi inocua.
Pero, desde Colombia, Naranjo no desestima su naturaleza no letal. Según el jefe policial, la activación del artefacto “podría causar un gran estruendo y llamas, provocando así el pánico dentro del teatro y una trágica estampida del público hacia las salidas de emergencia”. El general tampoco descarta que esa explosión podría servir como maniobra distractiva “para atacar a Uribe con otros medios”.
Las autoridades argentinas, en cambio, exploran otras pistas. Una de ellas apunta a ciertos grupos políticos de incidencia marginal vinculado con algún sector díscolo de los servicios de inteligencia.
En medio de tamañas complejidades, Oyarbide debe lidiar con el enigma de la bomba y, a la vez, dirimir el origen del malentendido que ahora lo enfrenta con la cúpula de la Policía Federal. “Estoy muy triste como juez por lo raro que son las cosas que están ocurriendo”, aseguró el jueves, ante los movileros que montaban guardia en su domicilio de Rodríguez Peña y Posadas.
El misterio, en tanto, continúa.