Quiso el destino que Néstor Kirchner fuera elegido presidente y la Argentina volvió a sentirse parte de Latinoamérica. La inclusión dejó de ser declamativa para convertirse en política de Estado, y la impunidad retrocedió en tanto avanzó la justicia.
Cuando John William Cooke define al peronismo como el hecho maldito del país burgués, logra la más perfecta síntesis del significado del peronismo para la historia argentina. El peronismo es el protagonista indiscutido de los logros y conquistas de los trabajadores argentinos. Desde 1945 hasta nuestros días gestó en diez años la mayor épica integradora del continente, a la vez que instalaba una nueva categoría del análisis sociológico, definiendo como objetivos a la felicidad del pueblo y la grandeza de la Nación, claro que tamaña gesta mereció tamaña respuesta de los intereses afectados. Bombardear a civiles en Plaza de Mayo ejemplificó la violencia que signaría el futuro de prohibición, proscripción y persecución que sufriría el peronismo.
Semejante violencia gestó una acorde heroicidad y la historia fue testigo de miles de ejemplos que concretarían “la vida por Perón”, como se gritaba en la Plaza de Mayo al reunirse como respuesta a los ataques cobardes de la oposición. Y 18 años después, como resultado de esas luchas que ni el odio ni la violencia de la libertadora o sus sucesores pudieron impedir, el General Perón volvía al país y era elegido presidente por el 62% de los argentinos.
Fallecido Perón, los enemigos del campo popular se llamaron a retomar su combate contra el pueblo, reinstalaron la economía colonial, endeudaron hasta quebrar al país y sumieron a la Argentina en el mayor baño de sangre de nuestra historia, a fin de lograr el más perverso disciplinamiento social imaginable, la desaparición de cualquier vestigio de conciencia de la dignidad como derecho inalienable, terminar con cualquier síntesis acabada del peronismo. No lograron concretarlo porque la conciencia colectiva de los derechos sociales instalada por el peronismo había calado muy profundamente y continuaba vigente.
El tiempo pasó, se cumplían 16 años de la muerte y el mensaje de Justicia, Libertad y Soberanía seguía como pensamiento dominante. Pese a todos los esfuerzos de los enemigos del pueblo, tal gesta sólo podía desarmarse con tamaña traición, y entonces siguiendo el camino que Vandor había iniciado, Menem encarnó el peronismo elegante, conciliador, besos y abrazos para Rojas y para todos los enemigo del Estado como actor activo de la defensa de los desposeídos, y aquello que infructuosamente soñaron todos los antiperonistas Menem lo hizo realidad. Así Alsogaray pudo contemplar embelesado cómo desaparecían Aerolíneas, Tandanor, la Junta de Granos, Somisa, YPF, la Jubilación Estatal, entre tantas otras compañías, y nacía la desregulación, la flexibilización, el desmantelamiento sistemático de las conquistas de los trabajadores.
Obviamente creció la desocupación, la pobreza y la miseria. En resumen, debía entenderse y aceptarse el orden lógico de las cosas según la óptica de los poderosos, el peronismo dejaba de cuestionar la injusticia pero aún debía sacralizar la impunidad. Aquello de “una necesidad, un derecho” debía leerse como algo anacrónico y estéril. Como dijo el canalla: “Pobres habrá siempre”.
Pese a la ruina de un campo hipotecado y una industria devastada, la UIA lo aplaudía y la Sociedad Rural le agradecía haciendo honor a Jauretche y su brillante diagnóstico de la tilinguería argentina. En eso se había convertido el peronismo, un conciliador, un interlocutor privilegiado de los inversores, un actor complaciente de las potencias. Parecía imposible, nadie lo había imaginado, el peronismo era confiable para los dueños de la Argentina; aun más, era necesario, administraba el conflicto social de la desigualdad implícita en la economía, lo neutralizaba y garantizaba el mantenimiento de la ecuación desigual de la economía.
Cuando esta venalidad se tornó inservible fue necesaria una versión mejorada, más inteligente, menos necia, una reedición de Barceló, de los punteros conservadores que articulaban los favores estatales con la necesidad popular, y para ello qué mejor que Duhalde, Reutemann, Romero, Puerta, hombres de experiencia en estructuras prebendarias, clientelísticas, y en las antípodas de la aquiescencia peronista.
Quiso el destino que Néstor Kirchner fuera elegido presidente y la Argentina volvió a sentirse parte de Latinoamérica. La inclusión dejó de ser reclamativa para convertirse en política de Estado, la impunidad retrocedió en tanto avanzó la justicia y fue un ejemplo para Latinoamérica; el respeto a los Derechos Humanos se corporizó en leyes tan justas y transgresoras como fue el voto femenino en su momento; la educación vio cómo la voluntad política la valorizaba como nunca antes y se corporizaba en leyes que garantizaran su vigencia futura; los mayores fueron reconocidos e incluidos como reivindicación ante el desamparo al que habían sido condenados; se democratizó el acceso a la información sin reparar en los enemigos que debían enfrentarse; se renegoció la deuda externa desde la sustentabilidad y lejos de la complicidad con los acreedores que habían festejado el desguace menemista; se posicionó al país frente a los Organismos Internacionales de Crédito con autonomía y lejos de la sumisión irrestricta al Consenso de Washington, que sólo había generado el infierno que el país vivía en 2003; el movimiento obrero volvió a ser un interlocutor privilegiado en su rol de referente de los trabajadores; la Argentina vive nuevamente el crecimiento de su economía, pero de otra forma, como ya parecía inimaginable, con redistribución y persistencia en el tiempo, lejos de veranitos y vientos de cola como se quiso descalificar al nuevo paradigma económico que desnudaba las falacias del pensamiento único o el deber ser que pretenden imponer los poderosos.
Esta enumeración, impensada antes de 2003, y fascinante por los logros detallados es no obstante incompleta porque omite el logro más importante, el núcleo del tiempo que vivimos; se revalorizó la política; el Estado dejó de ser la escribanía de los poderosos; la discrepancia y la protesta dejó de ser criminalizada y se recuperó esa esencia del peronismo que La Nación y la Sociedad Rural fantaseaban con que se había extinguido.
Pese a una génesis debilitada y sin reparar en los límites que pretenden desde siempre fijar los poderosos y su avaricia, el peronismo transgresor, identificado con los humildes y sus reivindicaciones retorna con tanta fuerza como entonces, vuelve a discutir el poder, su utilización, sus beneficiarios, vuelve el peronismo que molesta porque exige, no ruega, porque dispone y no sugiere; porque cuestiona, no acepta a la vez que como está en su historia, pone brutalmente en evidencia las falacias del liberalismo.
Se recupera la política para la gente de la única forma posible de hacerse, llenándola de gente. La política volvió a enamorar, se derrota al escepticismo y la resignación que habían instalado los dueños del poder, todos y cada uno de nosotros nos sentimos convocados.
Todo este reverdecer de los sueños de aquellos que desde siempre nos identificamos con un Proyecto Nacional, toda esta realidad de realizaciones, toda esta interpelación a la Argentina desde la ideología y no desde las encuestas necesitó de mucho coraje y principios muy firmes. Por todo esto Cooke, en este escenario de hoy, inimaginable en aquel entonces, no hubiera dudado un instante en definir a Néstor Kirchner como el hecho maldito del peronismo burgués.