La mayoría de los canales de noticias y de las radios consagradas le
darían voz solamente a los conspiradores y callarían las denuncias
sobre la violencia y la ilegalidad de los acontecimientos. La oposición
política no quebraría lanzas para defender la democracia. Los gobiernos
de la región, como Brasil y Bolivia, no tardarían en reconocer la legitimi
dad de las autoridades de facto. Estados Unidos tampoco. Si todo llega a consumarse, revertirlo será una tarea imposible. De ahí la urgencia,
más actual que en ningún otro momento desde la década del ‘80, de
que todos aquellos que estén comprometidos con el estado de Dere
cho, políticos, sindicalistas, empresarios y referentes de la sociedad
civil, medios y comunicadores, de todos los colores políticos, dejen
de lado cualquier diferencia para trazar una línea y renovar el compro
miso del Nunca Más.
Es un escenario todavía lejano, a solo nueve meses de las elecciones
que Alberto Fernández ganó con holgada mayoría, con una gestión
que a pesar de la doble crisis de la economía y el coronavirus consi
gue sostener una tensa calma social, con algunos números que invitan
a pensar en una incipiente recuperación y con el apoyo de las dos cá
maras del Congreso, las centrales obreras y una enorme mayoría de
los gobernadores. También es cierto que la sociedad argentina ha tra
mitado su vínculo con la dictadura de forma más madura que sus veci
nos, con un compromiso por los derechos humanos que es ejemplar
en todo el mundo y la resistencia a un intento golpista, al parecer,
aún es muy fuerte en la sociedad, incluso entre sectores netamente opo
sitores. Sin embargo, dar por sentada la estabilidad institucional es un
error que puede salir caro: tanto Evo Morales en Bolivia, como Dilma
Rousseff en Brasil, víctimas de sendos golpes de Estado, reconocieron
luego que habían subestimado el riesgo.
Los casos de Morales y de Rousseff no fueron hechos excepcionales
en la historia latinoamericana del siglo XXI. Una vez que la región, de la
mano de Lula Da Silva, Néstor Kirchner y Hugo Chávez, comenzó a
alejarse del consenso de Washington, comenzaron los intentos de de
sestabilización, con métodos diversos. En los últimos 18 años, la región
pasó por ocho golpes de Estado: prácticamente uno cada dos años.
En 2002, un golpe cívico-militar logró destituir a Chávez por 48 horas,
antes de ser sofocado. En 2004, el presidente de Haiti Jean-Bertrand
Aristide tuvo que dimitir después de un ultimátum del ejército. En 2009
la Corte Suprema depuso de forma ilegal al hondureño Mel Zelaya. En
2008, Bolivia había sofocado un alzamiento paramilitar y en 2010 el ecua
toriano Rafael Correa estuvo secuestrado por un motín policial durante
varias horas. En Bolivia como en Ecuador, el peligro fue desactivado gra
cias a la crucial intervención de Unasur. A partir de entonces, los méto
dos que adoptó la derecha se volvieron más sofisticados y efectivos.
En 2012, el presidente paraguayo Fernando Lugo fue destituido tras un
juicio político express que duró menos de 48 horas y no cumplió con
las garantías mínimas para la defensa. La coalición que lo había llevado
al gobierno, amplia y heterogénea, estalló en el Parlamento, dejándolo
a tiro del golpe institucional. Algo parecido le sucedió a la brasileña Dil
ma Rousseff, en 2016, cuando fue depuesta en un impeachment cons
truido sobre una irregularidad administrativa. Ese día saltó al estrellato
un ignoto diputado y ex militar que dedicó su voto al torturador de
Rousseff durante la dictadura. Su nombre: Jair Bolsonaro. El golpe se
completó con la persecución y proscripción de Lula en las elecciones
que llevaron a ese diputado al poder, dos años más tarde. Así como
Paraguay puso a prueba el método que luego se perfeccionó en Brasil,
la elección fraudulenta de Bolsonaro sentó las condiciones para lo
que sucedió en Bolivia. Las piezas de un rompecabezas que va dejando
pocos huecos en el mapa regional. Luz amarilla.
Con la Unasur desactivada, los mecanismos regionales para bloquear
intentos antidemocráticos quedaron en desuso. Por el contrario, el año
pasado en Bolivia vimos por primera vez a la OEA actuar como cabeza
de playa de la maniobra golpista, cuando su titular, el uruguayo Luis
Almagro, se apresuró a denunciar fraude en una elección que ahora
sabemos no tuvo irregularidades y donde Morales había triunfado lim
piamente. La intervención directa de Estados Unidos en la región, que
también pudo apreciarse con el culebrón de Juan Guaidó en la trágica
Venezuela, no era tan desembozada desde la década del setenta. Por
supuesto, a diferencia de entonces, los golpes ahora se hacen en nom
bre de la República y las instituciones. Por supuesto, al igual que enton
ces, los medios de comunicación del establishment juegan un rol clave
para normalizar el discurso y la práctica de los conspiradores. Las redes
sociales y en particular las fake news, que distraen la atención de lo que
sucede realmente, completan un cuadro de situación delicado.
Esta semana, tres hechos extraordinarios, que en condiciones norma
les habrían acaparado la atención de la sociedad, fueron silenciados
por los principales medios. El martes, la Policía de la Ciudad de Buenos
Aires reprimió a un grupo de enfermeras que se manifestaba pacífica
mente frente a la Legislatura. El miércoles, la Agencia Federal de Inte
ligencia rebeló pruebas de que los familiares de la tripulación del sub
marino ARA San Juan habían sido víctimas de espionaje ilegal duran
te el gobierno de Mauricio Macri. El jueves, el juez Alejo Ramos Padilla
dio a conocer evidencia de otra red de espías ilegales montada durante
el gobierno de Juntos por el Cambio que tenía como objetivo a organiza
ciones políticas, sociales y sindicales en plena campaña electoral de 2017.
La diferencia entre la abundante documentación probatoria de estas cau
sas y la magra que se registra en las investigaciones contra funcionarios
de gobiernos peronistas en el marco del lawfare es evidente para cualquier
observador bienintencionado que se tome el trabajo de conocer los detalles.