El Gobierno de Cristina Kirchner todavía tiene márgenes importantes para
corregir una situación económica que está lejos de viejas catástrofes argen
tinas. Con más de 29 mil millones de dólares en el Banco Central (Menem
recibió al inicio de su mandato 3.400 millones y Kirchner 15 mil millones) y
con poco más de un año y medio por delante, la situación no debería presen
tar los matices de urgencia que hoy se percibe no sólo en los círculos de poder,
sino también en la calle.
Paradoja que se agrava porque ocurre justo cuando el Gobierno empieza a
sumergirse en las aguas profundas de un ajuste largamente demorado. Por
que más allá de la pavada de las teorías conspirativas que agitan Cristina Kir
chner y su ministro de Economía, lo cierto es que el Gobierno está aplicando
un mini –por ahora- rodrigazo.
Devaluación del peso, licuación del poder adquisitivo de los trabajadores, ajus
te de tarifas en transporte, suba de la tasa de interés, intento de ponerle un
techo bien bajo a las paritarias: ¿Qué más hace falta para definir como un ajus
te hecho y derecho al programa que va delineando Kicillof?
Si se combina ese giro con el acercamiento al FMI y el Club de Paris, la nego
ciación abierta con los holdouts y los pagos al Ciadi y Repsol, el viraje exime
de mayores comentarios.
Ahora, la pregunta es en todo caso: ¿Porqué pese a estos ingentes esfuerzos
el Gobierno, no logra atenuar la incertidumbre?
Sacando a amplios sectores de la oposición que están demostrando lo super
ficial y oportunista que sigue siendo buena parte da la “dirigencia” argentina,
que ahora critica lo que hace tiempo venía reclamando, la incógnita es porqué
los factores económicos miran el actual proceso con tan pobres expectativas.
Y es allí donde la única respuesta posible es política. Lo que está fallando es
antes que nada un problema de conducción, que no logra transmitir un rumbo
claro –aunque lo haya-. Y no lo hace sobre todo por complejos ideológicos que
le impiden al Gobierno decir lo obvio: La plata dulce se acabó, hay que ajustar.
El programa es este, los objetivos aquellos y los plazos estos.
Se eluden esas definiciones porque se estima encierran un costo alto para la
“épica” kirchnerista y lo que se pierde en el camino es mucho más profundo:
La posibilidad de darle horizonte y reglas de juego claras a una sociedad, que
tiene que andar adivinando –por ejemplo- que pasará con su moneda.
Si la devaluación del peso del 20% en apenas 48 horas no fue una decisión del
Gobierno sino el resultado de una presión del mercado, el mensaje que se envía
a la sociedad es que estamos librados a la buena de Dios y de ahí al sálvese
quien pueda hay un paso. Para no asumir una medida necesaria pero impopular,
Cristina paga el costo de ofrecer la imagen de un Gobierno impotente.
Incomodidad con la hora que les toca, que acaso expliquen las contradicciones
del ministro que por esas ironías de la vida, cuando finalmente llegó al lugar que
tanto ansió, se ve obligado a hacer exactamente lo contrario de lo que predicó.
Nada grave, es política. Bajarse de ese caballo duele, pero acaso es también una
oportunidad que se puede metabolizar de manera positiva.
Cristina enfrenta el tramo final de su Presidencia con amplia mayoría en ambas
cámaras, un fuerte aparato mediático, injerencia en sectores claves de la Justi
cia, el doble de reservas que recibió su marido, excelente precio de la soja y una
de las relaciones deuda PBI más bajas de la historia reciente.
Es verdad, tiene una inflación de las más altas del mundo, crisis energética y dé
ficit creciente. Son desafíos bravos, que exigen las correcciones que aún rebotan
do contra las paredes, da la impresión que está intentando instrumentar. Nada
agradable, pero nada imposible. Son problemas que están a la altura de cual
quier líder más o menos solvente.
Entonces, si el problema es político la única solución posible hay que buscarla en
la conducción. Que es la que elije los ministros -que pueden generar confianza o
confusión-. Y que es además la poseedora de la palabra presidencial, que bien
usada, tiene un efecto insustituible sobre los estados de ánimo de la sociedad,
que es donde hay que colocar las anclas que permitan capear la tormenta.
Ahora, si lo que se busca es seguir sosteniendo –ya en el epílogo- una dialéctica
cada vez más divorciada de la realidad que vive el ciudadano de pie, lo que se ob
tiene es el extrañamiento del Gobierno. Y nada bueno ocurre cuando el poder
se aisla.