El pasado fin de semana, la Presidenta reasumió y estará al frente del país durante los próximos cuatro años. El consultor político Julio Burdman llevó adelante un análisis en el que asegura que el mandato de Cristina Fernández es “otro kirchnerismo” muy diferente al de su esposo Néstor Kirchner
Los términos se invirtieron. Cuando Néstor Kirchner llegaba al poder en 2003, la Argentina venía de atravesar la peor crisis económica y social de su historia. La que, cual tsunami, había arrasado con todo lo que encontraba a su paso, sistema de partidos incluido. El pueblo no confiaba en la dirigencia política, el peronismo estaba dividido, el no-peronismo había desaparecido. Kircner asumió la presidencia con solo 22% de los votos, apoyo partidario condicionado, alto nivel de desconocimiento y tibias expectativas sociales. Pero contó con un gran aliado: aún cuando el país estaba fuera del mercado de capitales, su economía disfrutó del momento más favorable de la historia del capitalismo mundial. Enfrentó el enorme desafío de construir un gobierno desde foja cero bajo las peores condiciones políticas y con las mejores condiciones macroeconómicas. Su modelo funcionó.
Ocho años y medio después, Cristina Kirchner reasumió la presidencia con los factores alterados. Sus condiciones políticas son óptimas: ganó las elecciones con el porcentaje de votos más alto desde Perón, cuenta con mayorías en ambas Cámaras, el peronismo está unido (salvo por las diferencias que se dieron en las últimas horas con Hugo Moyano y su renuncia al partido) y disciplinado bajo su liderazgo, y registra altos índices de popularidad. Pero ahora, el problema es el contexto económico internacional: el sistema financiero enfrenta una de sus peores crisis y el crecimiento económico mundial se desacelera notablemente.
La forma en que los presidentes conforman sus gabinetes es un indicador de perfil de gestión, y no casualmente las estrategias de Néstor en 2003 y Cristina en 2011 fueron muy diferentes. Kirchner arrancó con un 50% de ministros “heredados” del “duhaldismo” y, a su vez, convocaba a independientes “progresistas” a integrarlo. No era un gobierno de “unidad nacional”, pero sí uno que necesitaba sumar apoyos, lo que también se vio reflejado en los dos vicepresidentes que buscó -Daniel Scioli y Julio Cobos. La Presidenta, a su vez, seleccionó un equipo de colaboradores totalmente propio y uniforme, como ya había elegido a su vicepresidente –Amado Boudou-: los apoyos ya los tiene, su preocupación es dar continuidad e implementar políticas para enfrentar el temporal. Eso ya empezó. Si bien no hay “paquete de medidas”, porque no es el estilo K, desde el día después de las elecciones del 23 de octubre, comenzó a tomar decisiones de austeridad necesarias. Avanzó en la ley de Presupuesto 2012 que incluye facultades al Estado para renegociar la deuda con el Club de Paris, la renovación de la emergencia económica y el impuesto al cheque, y prorrogó por decreto la ley de Pacto Fiscal.
Introdujo regulaciones a la compra minorista de dólares, anunció la quita gradual de los subsidios a los servicios públicos y el traspaso de la concesión de subterráneos. En su mensaje de asunción agregó, al concepto de “sintonía fina” que había planteado semanas atrás, el de coordinación de políticas activas: se unifican todas las áreas de política comercial, bajo la égida férrea de Guillermo Moreno, y se crea una subsecretaría de competitividad para “destrabar” los problemas de cuenta corriente de las empresas y administrar las exenciones impositivas.
Las palabras importan: ella dice “sintonía fina”, que no es sintonía “gruesa”. Su convicción es que los grandes lineamientos de política económica y los objetivos sociales del kirchnerismo no cambian porque haya cambiado del entorno global. Solo deben ajustarse. Hay otro kirchnerismo, pero sigue siendo kirchnerismo.
Ocho años y medio después, Cristina Kirchner reasumió la presidencia con los factores alterados. Sus condiciones políticas son óptimas: ganó las elecciones con el porcentaje de votos más alto desde Perón, cuenta con mayorías en ambas Cámaras, el peronismo está unido (salvo por las diferencias que se dieron en las últimas horas con Hugo Moyano y su renuncia al partido) y disciplinado bajo su liderazgo, y registra altos índices de popularidad. Pero ahora, el problema es el contexto económico internacional: el sistema financiero enfrenta una de sus peores crisis y el crecimiento económico mundial se desacelera notablemente.
La forma en que los presidentes conforman sus gabinetes es un indicador de perfil de gestión, y no casualmente las estrategias de Néstor en 2003 y Cristina en 2011 fueron muy diferentes. Kirchner arrancó con un 50% de ministros “heredados” del “duhaldismo” y, a su vez, convocaba a independientes “progresistas” a integrarlo. No era un gobierno de “unidad nacional”, pero sí uno que necesitaba sumar apoyos, lo que también se vio reflejado en los dos vicepresidentes que buscó -Daniel Scioli y Julio Cobos. La Presidenta, a su vez, seleccionó un equipo de colaboradores totalmente propio y uniforme, como ya había elegido a su vicepresidente –Amado Boudou-: los apoyos ya los tiene, su preocupación es dar continuidad e implementar políticas para enfrentar el temporal. Eso ya empezó. Si bien no hay “paquete de medidas”, porque no es el estilo K, desde el día después de las elecciones del 23 de octubre, comenzó a tomar decisiones de austeridad necesarias. Avanzó en la ley de Presupuesto 2012 que incluye facultades al Estado para renegociar la deuda con el Club de Paris, la renovación de la emergencia económica y el impuesto al cheque, y prorrogó por decreto la ley de Pacto Fiscal.
Introdujo regulaciones a la compra minorista de dólares, anunció la quita gradual de los subsidios a los servicios públicos y el traspaso de la concesión de subterráneos. En su mensaje de asunción agregó, al concepto de “sintonía fina” que había planteado semanas atrás, el de coordinación de políticas activas: se unifican todas las áreas de política comercial, bajo la égida férrea de Guillermo Moreno, y se crea una subsecretaría de competitividad para “destrabar” los problemas de cuenta corriente de las empresas y administrar las exenciones impositivas.
Las palabras importan: ella dice “sintonía fina”, que no es sintonía “gruesa”. Su convicción es que los grandes lineamientos de política económica y los objetivos sociales del kirchnerismo no cambian porque haya cambiado del entorno global. Solo deben ajustarse. Hay otro kirchnerismo, pero sigue siendo kirchnerismo.
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