Es uno de los armadores más pretendidos por todos los espacios.
Hizo del pragmatismo una forma de construir poder. Sus inicios
junto a Alsogaray y el menemismo y sus rupturas con Kirchner y
Macri. “Lo mejor que me pasó en mi vida fue entrar a una unidad
básica”, asegura
Si hay una razón por la que el mundo acaso recuerda qué pasó el 8 de
julio de 2014 es por el fútbol. Aquella tarde la selección de Alemania
castigó a Brasil con la goleada más impúdica y escandalosa de su his
toria: 7 a 1 en su propia casa durante las semifinales del Mundial. Aun
que es un futbolero efervescente, para Emilio Monzó aquel partido es
una apenas referencia, un cono fluorescente ubicado en el medio de la
avenida de su historia, un dato colateral del día de su “gran jugada”, la
que consolidó al macrismo más allá de la General Paz y que encaminó
a ese partido “vecinalista” hacia la experiencia de gobernar el país du
rante cuatro años.
El joven liberal que había empezado en la Ucedé con Alsogaray, el prag
mático e intuitivo que descubrió las unidades básicas y aprendió a armar
estrategias y alianzas durante el menemato y después siguió con Néstor
Kirchner y más tarde triunfó en la efímera primavera de De Narváez,
aquel hombre, este mismo, de ojos claros, pecas y hablar campechano,
coronó su fama de gran “armador” el día del tsunami de goles alemanes.
Esa tarde de invierno Monzó, que había sido contratado por Macri para
armar su estructura nacional, suspendió el plan de ver el partido con
sus hijos en Capital y voló de raje a la ciudad cordobesa Marcos Juárez
en un jet privado. Allí había logrado aliar por primera vez la UCR con el
PRO y un triunfo en esa ciudad aumentaba las chances de concretar la
obsesión del ex presidente de Boca: la Casa Rosada.
El caldo se cocinaba a fuego lento pero un llamado de Nicolás Massot
alertó el peligro de que todo se quemara: “Emilio, está viajando De la
Sota a Marcos Juárez. Va a participar de un acto, pero es para convencer
al intendente de que su candidato se baje y lo apoye. A mí me dieron la pa
labra de que no iban a arreglar, pero no sé”.
Monzó, que a esa altura ya había sido intendente de la ciudad de su vida,
Carlos Tejedor, ministro de Asuntos Agrarios de Daniel Scioli en la Provin
cia y ocupaba en ese instante el cargo de jefe de Gabinete del gobierno de
Mauricio Macri en CABA, vio la película antes de que abriera el cine. “Este
lo va a convencer con miles de cuadras de asfalto”, pensó. Entonces voló a primerearlo.
Llamó a un amigo y le pidió que los llevara a él y a Massot en su avión has
ta Marcos Juárez. Si hubiera podido aterrizar directamente en la puerta de
la casa de Eduardo Avalle, el intendente de aquel momento, lo habría hecho
. Llegaron. Monzó tocó el timbre y, en pantuflas, salió la esposa del jefe co
munal de esta ciudad de 27 mil habitantes y 10 mil electores. “Buen día, se
ñora, ¿está su marido? Me gustaría hablar con él”, se presentó Monzó y en
tró. Avalle, que no los conocía personalmente, dormía la siesta. Él y Massot
esperaron en la mesa del comedor hasta que lo vieron bajar un poco despei
nado por una escalera.
“Avalle quiero que llame al candidato a intendente suyo. Yo vengo acá para
confirmar la palabra que él le dio al señor”, le pidió Monzó, mientras seña
laba a Massot. El hombre, representante del partido de la Unión Vecinal,
obedeció. Llamó a Horacio Latimori, su candidato, y lo hizo hablar por el al
tavoz. El hombre soltó del otro lado del teléfono: “Yo le di la palabra a Nico
lás de que no hacía el acuerdo”. Eso le bastó al Intendente. “Quédese tran
quilo entonces, que vamos a cumplir”, dijo.
Pero faltaba el acto con De la Sota. Monzó le avisó a Avalle: “Usted vaya
que yo voy a esperar acá hasta que vuelva”. Acá era su propia casa. Siete
años después, Monzó ríe echado en un mullido sillón de su departamento
de Recoleta. La risa explica lo que él piensa y siente de la política: que es
un juego adictivo, que lo que más le atrae es la imprevisibilidad (”¿qué
hubiera pasado si Latimori cerraba con De la Sota?”), que las ideologías
se mueven como las mareas y que detrás de todo está una satisfacción en
tre vanidosa y empática por conseguir “hacer cosas”.
Por eso ríe cuando recuerda que vio la tormenta alemana en Brasil en la
casa del intendente de Marcos Juárez, con Massot de un lado y la esposa
del jefe comunal del otro. Tomaron mate y comieron bizcochos hasta que
el funcionario municipal volvió con la palabra empeñada en su bolsillo.
Recién entonces, Monzó y Massot le dieron la mano, saludaron y subieron
al avión.
Dos meses más tarde el primer ensayo de radicales y macristas juntos dio
resultado. Su candidato, Pedro Dellarossa, le ganó por 1.000 votos al hom
bre de De la Sota. Latimori quedó tercero. Macri viajó a la ciudad para cele
brar el triunfo y anticipó lo que venía: “Hoy se abre un camino desde Cór
doba, la Argentina va a un cambio. Juntos somos imparables”.
Estaba tan convencido en aquel momento como ahora de que si De la So
ta acordaba con Latimori, el macrismo perdía y chau aspiraciones nacio
nales. Era con la UCR o nada y al partido centenario había que convidarle
el caramelo de la victoria. Ganaron. Y desde Marcos Juárez la alianza se
extendió a toda Córdoba; de allí a Mendoza y al resto del país.
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