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domingo, 24 de marzo de 2013

Memoria, Iglesia y presente


Por 
 Eduardo Anguita

El impacto inevitable que produjo en la sociedad argentina la elección de Jorge Bergoglio al frente del Vaticano despertó infinidad de adhesiones desde lugares muy diferentes. El ahora papa Francisco fue saludado con entusiasmo por toda la Iglesia Católica, salvo el ultraderechista arzobispo de La Plata, Héctor Aguer, que se limitó a no ordenar que sonaran las campanas de la Catedral platense el miércoles de la fumata blanca. En el espectro político, desde la izquierda católica hasta los neoliberales, pasando por los distintos sectores del peronismo, Francisco fue bienvenido. Para los que especularon sobre reservas en la conducta del Gobierno, bastó el tono del encuentro con la Presidenta para no dudar de que, el comienzo al menos, es auspicioso. Donde sí se escucharon algunas voces con reservas o críticas fue en las organizaciones de derechos humanos. Tanto Estela de Carlotto, de Abuelas, como Hebe de Bonafini, resaltaron el papel de la jerarquía católica durante la dictadura. Carlotto destacó que Bergoglio “nunca se acercó a los organismos”. En cuanto a lo publicado por Horacio Verbitsky, cabe consignar que además de periodista, Verbitsky preside el Centro de Estudios Legales y Sociales, fundado por Emilio Mignone, quien buscó incansablemente a su hija Mónica Candelaria, detenida desaparecida. Mignone, de raíces católicas, fue un crítico inclaudicable de la complicidad de la jerarquía católica durante los años de terrorismo de Estado. Lo dejó registrado en Iglesia y Dictadura, un libro indispensable para entender que la dictadura no fue sólo militar, ni sólo cívico-militar, sino que fue cívico-empresarial-judicial-clerical- militar. Es cierto que Verbitsky –esta vez, para muchos kirchneristas al menos– quedó como un fiscal que señaló al Papa de un modo inconveniente. Las críticas fueron por inoportunidad y por reflotar que Bergoglio, estando al frente de la Orden de los Jesuitas, habría estado implicado en el secuestro de dos sacerdotes. Uno de ellos (Orlando Yorio) murió en agosto de 2000, el otro (Francisco Jalics), que vive en una casa de los Jesuitas en Alemania, eximió al Papa de cualquier responsabilidad en su secuestro. Para algunos, a Verbitsky “le pusieron la tapa”; para muchos otros, se cierra apenas un pequeñísimo capítulo de muchísimos otros que tuvieron a los máximos obispos y cardenales católicos así como al nuncio apostólico (el emisario del Papa) como partícipes de una vasta operación que permitía a los militares torturar y matar sin culpa, de brindar a muchos jueces el suficiente apoyo moral por no investigar nunca un solo hecho denunciado y que permitía al empresariado darle una pátina de legitimidad para negocios de una inmoralidad completa.
Esta edición de Miradas al Sur coincide con el 37º aniversario del golpe de Estado de 1976 y a 11 días de la elección del Papa. En este breve lapso no son pocas las señales enviadas por el Papa que permitirían augurar una mayor distancia y por qué no una condena –al menos ética– a aquella estrategia de aniquilamiento de una porción de la sociedad argentina, aquella porción que, por distintos medios revolucionarios, intentó modificar la estructura económico social de un país sometido a sucesivas interrupciones constitucionales para mantener una serie de privilegios.
Una de esas señales sería la posible beatificación de Carlos Murias, un sacerdote militante que trabajaba con el obispo Enrique Angelelli en El Chamical, La Rioja, y que fue secuestrado, torturado y asesinado el 18 de julio de 1976. Pocos días después, el 4 de agosto, simulando un accidente, la dictadura se cobraba la vida de Angelelli. Entre los principales referentes de la dictadura, Angelelli era “el obispo rojo”. Angelelli fue asesinado cuando viajaba con otra persona hacia Buenos Aires para plantearle a la jerarquía la tremenda situación. Tal era la impunidad que pocos días antes Angelelli fue a ver al jefe del Tercer Cuerpo de Ejército y gobernador de facto de Córdoba (Luciano Benjamín Menéndez, recientemente condenado por estos crímenes), quien directamente amenazó al obispo de La Rioja.
El viaje a Buenos Aires era para toparse con la indiferencia absoluta de quienes regían los destinos de la Iglesia, los cardenales Juan Carlos Aramburu (cardenal primado de la Argentina y arzobispo de Buenos Aires) y Raúl Primatesta, quien estaba al frente de la Conferencia Episcopal. El periódico oficial del Vaticano, L’Osservatore Romano, tituló “Extraño accidente”. El nuncio Pio Laghi lo decía sin vueltas: “Angelelli es un extremista de la Teología de la Liberación”.
Pocos días antes de que se cumplieran diez años del asesinato impune de Angelelli (en pleno gobierno de Raúl Alfonsín y antes de los levantamientos de Semana Santa), este cronista fue productor de un programa especial realizado por Mona Moncalvillo (en el ciclo A Fondo) que convocó a varios legisladores, tanto radicales como peronistas, para dar cuenta de cómo había sido el crimen. Habíamos contado con el testimonio reservado del sobreviviente (que oficiaba de chofer, el sacerdote Arturo Pinto) y de los abogados de la familia de Angelelli, que por esos días iniciaban una querella judicial. El juez riojano Aldo Morales daba un fallo ejemplar (en el expediente quedó escrito que se trataba de un homicidio premeditado), pero la causa era sustraída por la Corte Suprema y enviada a la Cámara Federal de Córdoba para su silencio completo.
El día que se grabó A Fondo, en los estudios de la avenida Figueroa Alcorta se cortaba el aire con gillette. Un funcionario radical, que presumía de progresista (el contador Daniel Sario), le comunicó a quien escribe estas líneas que no se daría al aire el programa “por razones de Estado”. Al rato, Moncalvillo fue citada al despacho de Sario y los entrevistados no se retiraban del estudio hasta que no terminara ese violento atropello que se saldó con la censura parcial del programa. A la noche, este cronista recibió el llamado de un conocido que trabajaba en la SIDE de Facundo Suárez para advertirle: “No seas boludo que te grabaron una conversación con Verbitsky”; como si se tratara de dos demonios que hablaban para conspirar contra el gobierno democrático. La realidad era que los cardenales Aramburu y Primatesta contaron con los oficios de los entonces ministros de Justicia e Interior, Raúl Alconada Aramburu y Antonio Tróccoli, respectivamente.
En la Argentina había soplado un aire fresco cuando el 9 de diciembre del año anterior se conocía el fallo del histórico Juicio a las Juntas por parte del pleno de la Cámara Federal porteña. Pero la reacción estaba en marcha: el envío de la causa de Angelelli a la Cámara Federal de Córdoba era un antecedente de Semana Santa. Hay que recordar: antes de Campo de Mayo, el primer levantamiento fue en el regimiento de paracaidistas de Córdoba y fue porque Ernesto “Nabo” Barreiro –oficial de Inteligencia y jefe de torturadores del campo de concentración La Perla– se acuartelaba para no ir a declarar. La causa Angelelli dejaba en descubierto la participación activa de la jerarquía católica.
Cuando se cumplieron 30 años del asesinato de Angelelli, estando al frente de la Conferencia Episcopal, Bergoglio se trasladó hasta la sencilla catedral de La Rioja y dio una misa. No mencionó la responsabilidad de la dictadura ni lo calificó como un crimen. Dijo que Angelelli había “removido piedras que cayeron sobre él por proclamar el Evangelio”. Dijo además: “La sangre de los mártires es la semilla de la Iglesia”. Angelelli, entre otras cosas, fue el arquitecto de una reforma agraria en esa provincia que permitió expropiar tierras y entregarlas a familias campesinas. (Ver entrevista a Delfor Brizuela.)
¿Qué es la memoria? Escribir la historia es, quizás, una aproximación al pasado. El historiador y diputado Mario Oporto suele recordar una frase del francés Fernand Braudel, uno de los pensadores que revolucionaron la historiografía: “Para los historiadores no es tan importante saber si Jesucristo existió. Lo importante es entender por qué hay millones de personas que creen en Cristo”. El cruce entre hechos, documentos, relatos, mitos y creencias permite construir el pasado. O, mejor dicho, aproximaciones, perspectivas, de lo que sucedió tiempo atrás. Innumerables veces, los relatos de testigos presentes sirven de base a versiones que nada tienen que ver con los hechos que vivieron otros testigos. Pero el gran problema es que el prisma con el que mira cada protagonista se ve luego tamizado y asimilado a versiones rituales, dogmáticas o a las “razones de Estado” que asimilan datos aislados a las visiones de los sectores que tienen poder suficiente como para darle a un relato el carácter de historia consagrada.
El sobreviviente del Holocausto, Jack Fuchs, en un artículo publicado en 2005 y titulado “Auschwitz nunca fue liberado”, dice: “Hace 60 años que la historiografía y casi toda la entera totalidad de la literatura que se ocupó de pensar el campo de concentración como objeto viene diciendo que Auschwitz, el 27 de enero de 1945, fue liberado. Yo mismo usé esa terminología. Pero liberar supone una acción voluntaria, una decisión política, militar, una forma de intervención concreta. Y no ocurrió eso en Auschwitz, que del ’41 al ’45 fue ignorado por los Aliados. Los campeones de la libertad, de la democracia y del progreso humano, los líderes del antinazismo, estaban ocupados en ganar la guerra. De conquistar hegemonía política, económica y militar en ese escenario europeo devastado por la misma lógica de la guerra”.
La Argentina reciente fue muy fructífera en la reivindicación de Memoria, Verdad y Justicia. Sin embargo, cuando se trata de definir fechas rituales para recordar, no casualmente quedó como fecha el día del golpe de Estado y no una fecha que reivindique a los protagonistas de las luchas que precedieron al fragote, ni siquiera una fecha que reivindique a los inicios de la resistencia. El 24 de marzo pone sobre el tapete a los genocidas, a lo que quedó grabado como frase del Juicio a las Juntas, cuando el fiscal Julio Strassera gritó ¡Nunca más! Pero en ese juicio, las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo, iniciadoras de la epopeya por los derechos humanos, estaban en la Plaza Lavalle, fuera del recinto, desplazadas por el alfonsinismo y los custodios de las grandes alianzas de poder que llevaron al país a su peor tragedia. Incluso, los testigos de ese juicio y de otros tantos son tomados como sobrevivientes y no como militantes de organizaciones revolucionarias o sindicales combativas. Nunca nadie quiso aceptar que el mito de las agendas era una manera de igualar por abajo lo que merece un debate político profundo: la militancia de entonces no entregaba la vida sino que peleaba en grupos, organizaciones y partidos que levantaban programas de transformación revolucionaria. Ese núcleo –quizá minoritario, seguramente resistido por muchos, hasta repudiado en la derrota por muchos de los que formaron filas– se forjó en la idea de una segunda independencia, tomó las ideas de Evita, siguió en muchos casos al Perón que le partió el espinazo al dictador Lanusse, creía en el Che Guevara y la Patria Grande latinomericana, se organizaba y peleaba contra la dirigencia sindical burocrática. Ese núcleo, o parte sustantiva, tomó el camino de la resistencia armada. En reuniones de viejos cuadros de lucha, en publicaciones académicas o militantes, aparecen balances parciales de aquellas experiencias. Quizá por evitar abrir heridas, nadie grita que ese intento fracasó, fue derrotado. Ese intento no tiene suficientes padrinos como para que el presente permita mostrar al cura Carlos Murias como un militante de la reforma agraria o para que se busque una fecha con suficiente consenso como para reemplazar el 24 de marzo, que deja en el anonimato a los sujetos políticos y sociales que desafiaron al bloque de poder dominante.
Pero aquellas prácticas de lucha, aquellas ideas de cambio, sobreviven en cientos de organizaciones populares, en cientos de espacios “de memoria”. Y se articulan, especialmente, en las plazas de todo el país los 24 de marzo. El dato destacado de los dos últimos años es la presencia de jóvenes –la mayoría, organizados– nacidos entre fines de los ochenta y mediados de los noventa, que dan cuenta de una práctica política actual pero que busca identidad, puntos en común, con aquellos militantes de los setenta. No sólo por haber sido víctimas sino por la pelea por el cambio. Ese diálogo con el pasado no es, ni de lejos, literal. Aquello fue resistencia desde la clandestinidad o el llano. Ahora, estos jóvenes, en una porción importante, se sienten involucrados con el cambio iniciado en mayo de 2003. Quizá no discuten sobre reforma impositiva o el rol del Estado en las empresas públicas. Sin embargo, si hay un sentido de compromiso popular, esos debates –y muchos otros– deberán abrirse paso. De lo contrario, estas experiencias correrían el riesgo de no tener un hilo conductor con la identidad popular del cambio. Es más, se corre el riesgo de que quede en duda si aquella experiencia, que tanta sangre costó, tiene un arraigo actual como para avanzar en la transformación de la estructura de poder dominante.

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