Por
Ricardo Ragendorfer
Crisis en prefectura y gendarmería. Pese a su origen salarial, el rechifle en ambas fuerzas ha crecido como una bola de nieve. Entre sus efectos resalta la ruptura de la cadena de mandos. Las causas profundas de un conflicto no convencional.
En los prefectos y gendarmes que protestan en Puerto Madero y Retiro se pudo advertir cierta predisposición por el espontaneísmo. Ello lo constató el prefecto general Norberto Venerini, quien el miércoles protagonizó una dramática salida del Edificio Guardacostas al ser atacado a patadas y puñetazos por el personal en lucha. “¡Devolvé la guita, chorro hijo de puta!”, le gritaban. La escena fue transmitida en vivo por todas las señales de noticias. Y tal vez la haya apreciado el aún comandante general de Gendarmería, Héctor Schenone, mientras aguardaba en una confitería de Palermo cercana al Ministerio de Seguridad definiciones acerca de su propio destino. Aún no había trascendido que su sueldo era de 97 mil pesos, gracias a una medida cautelar.
Los acontecimientos desatados el 2 de octubre pusieron al descubierto que el 80 por ciento de los gendarmes y el 60 por ciento de los efectivos de Prefectura cobraban haberes regidos por cautelares de la Justicia Federal. Desde entonces, un río de tinta corrió sobre el carácter delirante de esas escalas salariales, en cuya tramitación intervino un selecto grupo de estudios jurídicos especializados en litigar contra el Estado, como el bufete de Roberto Durrieu, un ministro de la última dictadura. Un río de tinta también corrió sobre el Decreto 1307 –basado en dos fallos de la Corte Suprema– que buscaba mitigar tales distorsiones. No menos sabido es que una aplicación maliciosa de su letra en las liquidaciones realizadas por las oficinas administrativas de las dos fuerzas hizo que los suboficiales y agentes rasos sufrieran grandes recortes. Aún resta saber si al respecto hubo negligencia o intencionalidad de generar un conflicto. Lo cierto es que desde entonces los efectos del asunto crecieron como una bola de nieve. No es para menos: en Argentina, los rechifles policiales siempre tuvieron mala prensa.
Mucho ya se ha dicho sobre el hecho de que las Fuerzas Armadas latinoamericanas han sido reemplazadas por las agencias policiales de la región en el hábito de derrocar gobiernos constitucionales. Aquel es uno de los ejes en los que se funda la nueva dialéctica golpista diseñada en las catacumbas del Pentágono. Pero no se trata de una idea genuina; por el contrario, el uso de fuerzas policiales a los efectos de articular golpes de Estado es, como el dulce de leche, una contribución argentina a la humanidad. Prueba de ello es el llamado Navarrazo, en homenaje al comisario Antonio Domingo Navarro, quien el 27 de febrero de 1974 derrocó en Córdoba al gobernador Ricardo Obregón Cano. A partir de entonces, esa provincia había pasado a ser el primer laboratorio del terrorismo estatal que se aplicaría luego en todo el país.
Casi cuatro décadas más tarde, un putsch parlamentario eyectaría del poder al presidente de Paraguay, Fernando Lugo. Ello fue el increíble epílogo de una conspiración bordada desde la esfera policial: la masacre de Curuguaty. Ocurrió el 15 de junio, después de que un juez ordenara el desalojo de tierras ocupadas ilegalmente en esa localidad situada en la frontera con Brasil. Francotiradores infiltrados entre los campesinos abrieron fuego sobre la partida policial. La respuesta pareció urdida con anticipación. Aquella tarde, 17 cadáveres de campesinos y policías, además de un centenar de heridos, quedaron diseminados en el sembradío. La sangrienta cosecha no tuvo otro fin que el de tener un motivo para linchar a Lugo en un juicio político de fantasía. El resto de la historia ya es pública.
Sin embargo, su fase más virulenta –la matanza en sí– remite a undéjà vu de cuño nacional: los incidentes del 7 de diciembre de 2010 en el Parque Indoamericano, después de que una jueza ordenara el desalojo de unas 350 familias que habían ocupado de manera pacífica un sector lindante al barrio Los Piletones. La faena –consumada en un operativo conjunto de la Policía Federal y la Metropolitana– concluyó con dos cadáveres. También hubo decenas de heridos; entre ellos, un bebé. Horas después, la estentórea irrupción de un ejército de matones sindicales, barrabravas y punteros oscilantes entre el duhaldismo y el PRO provocaría –no sin apoyatura policial– otra víctima fatal y 70 nuevos heridos. Sobre lo ocurrido aún persiste un interroganta: ¿Había entonces un plan de desestabilización en marcha? Lo cierto es que en aquellas circunstancias, la respuesta oficial más nítida consistió en la creación del Ministerio de Seguridad, seguida por un proceso de reformas profundas en en el seno de la Policía Federal.
Lo de la reciente huelga policial en Santa Cruz fue menos complejo. Hay que reconocer que los amotinados lograron su objetivo estratégico: instalar la sensación de que esa provincia era una enorme zona liberada. Y sin que haya crecido la actividad delictiva. Sólo bastó que, por falta de custodia, los bancos y las dependencias oficiales hubieran limitado o suspendido sus horas de atención para así trastocar los ejes de la vida cotidiana. Pero no exclusivamente en el sentido burocrático. Es que el plan de lucha de los uniformados también se valió del miedo civil y del contagio. Lo primero, por caso, se refleja en la desolación del paisaje urbano con el cierre por decreto de locales bailables, confiterías y salas de juego; lo segundo, en una especie de foquismo policíaco. De hecho, en los últimos días corrieron versiones acerca de acuartelamientos en Córdoba y Buenos Aires. Apenas versiones.
Lo mismo que ahora con Gendarmería y Prefectura: una simple protesta que puso en marcha los temores más atávicos de la sociedad. Y que sacudió fantasmas como el ex teniente coronel Aldo Rico y el pintoresco líder de la organización Tradición, Familia y Propiedad, Cosme Beccar Varela. Éste, en un comunicado, reclamó “el apoyo a los sublevados para así frenar el avance del comunismo”. Una ensoñación desmedida para las pretenciones “de bolsillo” que ambicionan los uniformados en conflicto.
¿Un conflicto sindical? No estaría de más centrar justamente tal cuestión en el debate. Claro que los derechos sindicales de los encargados de ejercer la legítima fuerza del Estado son acotadas. En tal sentido, vale evocar la reciente huelga policial boliviana. El reclamo –de naturaleza salarial– incluyó el saqueo de una oficina de inteligencia que atesoraba los legajos del personal de la fuerza, junto a voladuras de cuarteles policiales en varios puntos del país. En La Paz, los huelguistas armados con fusiles y granadas que mantenían un cerco en torno del Palacio Quemado –la sede presidencial–, amenazaban con colgar incluso a sus delegados si las negociaciones no llegaban a buen puerto.
Se dijo hasta el hartazgo que lo de los gendarmes y prefectos es un conflicto salarial. Pero la pregunta persiste: ¿los uniformados son trabajadores o funcionarios públicos con armas? El carácter militarizado de su funcionamiento y la no democratización de sus estructuras internas no son ajenas a la crisis actual. Una crisis que, al menos por un momento, hizo añicos el sagrado sentido de la cadena de mando. Una cadena que es preciso refundar.
Los acontecimientos desatados el 2 de octubre pusieron al descubierto que el 80 por ciento de los gendarmes y el 60 por ciento de los efectivos de Prefectura cobraban haberes regidos por cautelares de la Justicia Federal. Desde entonces, un río de tinta corrió sobre el carácter delirante de esas escalas salariales, en cuya tramitación intervino un selecto grupo de estudios jurídicos especializados en litigar contra el Estado, como el bufete de Roberto Durrieu, un ministro de la última dictadura. Un río de tinta también corrió sobre el Decreto 1307 –basado en dos fallos de la Corte Suprema– que buscaba mitigar tales distorsiones. No menos sabido es que una aplicación maliciosa de su letra en las liquidaciones realizadas por las oficinas administrativas de las dos fuerzas hizo que los suboficiales y agentes rasos sufrieran grandes recortes. Aún resta saber si al respecto hubo negligencia o intencionalidad de generar un conflicto. Lo cierto es que desde entonces los efectos del asunto crecieron como una bola de nieve. No es para menos: en Argentina, los rechifles policiales siempre tuvieron mala prensa.
Mucho ya se ha dicho sobre el hecho de que las Fuerzas Armadas latinoamericanas han sido reemplazadas por las agencias policiales de la región en el hábito de derrocar gobiernos constitucionales. Aquel es uno de los ejes en los que se funda la nueva dialéctica golpista diseñada en las catacumbas del Pentágono. Pero no se trata de una idea genuina; por el contrario, el uso de fuerzas policiales a los efectos de articular golpes de Estado es, como el dulce de leche, una contribución argentina a la humanidad. Prueba de ello es el llamado Navarrazo, en homenaje al comisario Antonio Domingo Navarro, quien el 27 de febrero de 1974 derrocó en Córdoba al gobernador Ricardo Obregón Cano. A partir de entonces, esa provincia había pasado a ser el primer laboratorio del terrorismo estatal que se aplicaría luego en todo el país.
Casi cuatro décadas más tarde, un putsch parlamentario eyectaría del poder al presidente de Paraguay, Fernando Lugo. Ello fue el increíble epílogo de una conspiración bordada desde la esfera policial: la masacre de Curuguaty. Ocurrió el 15 de junio, después de que un juez ordenara el desalojo de tierras ocupadas ilegalmente en esa localidad situada en la frontera con Brasil. Francotiradores infiltrados entre los campesinos abrieron fuego sobre la partida policial. La respuesta pareció urdida con anticipación. Aquella tarde, 17 cadáveres de campesinos y policías, además de un centenar de heridos, quedaron diseminados en el sembradío. La sangrienta cosecha no tuvo otro fin que el de tener un motivo para linchar a Lugo en un juicio político de fantasía. El resto de la historia ya es pública.
Sin embargo, su fase más virulenta –la matanza en sí– remite a undéjà vu de cuño nacional: los incidentes del 7 de diciembre de 2010 en el Parque Indoamericano, después de que una jueza ordenara el desalojo de unas 350 familias que habían ocupado de manera pacífica un sector lindante al barrio Los Piletones. La faena –consumada en un operativo conjunto de la Policía Federal y la Metropolitana– concluyó con dos cadáveres. También hubo decenas de heridos; entre ellos, un bebé. Horas después, la estentórea irrupción de un ejército de matones sindicales, barrabravas y punteros oscilantes entre el duhaldismo y el PRO provocaría –no sin apoyatura policial– otra víctima fatal y 70 nuevos heridos. Sobre lo ocurrido aún persiste un interroganta: ¿Había entonces un plan de desestabilización en marcha? Lo cierto es que en aquellas circunstancias, la respuesta oficial más nítida consistió en la creación del Ministerio de Seguridad, seguida por un proceso de reformas profundas en en el seno de la Policía Federal.
Lo de la reciente huelga policial en Santa Cruz fue menos complejo. Hay que reconocer que los amotinados lograron su objetivo estratégico: instalar la sensación de que esa provincia era una enorme zona liberada. Y sin que haya crecido la actividad delictiva. Sólo bastó que, por falta de custodia, los bancos y las dependencias oficiales hubieran limitado o suspendido sus horas de atención para así trastocar los ejes de la vida cotidiana. Pero no exclusivamente en el sentido burocrático. Es que el plan de lucha de los uniformados también se valió del miedo civil y del contagio. Lo primero, por caso, se refleja en la desolación del paisaje urbano con el cierre por decreto de locales bailables, confiterías y salas de juego; lo segundo, en una especie de foquismo policíaco. De hecho, en los últimos días corrieron versiones acerca de acuartelamientos en Córdoba y Buenos Aires. Apenas versiones.
Lo mismo que ahora con Gendarmería y Prefectura: una simple protesta que puso en marcha los temores más atávicos de la sociedad. Y que sacudió fantasmas como el ex teniente coronel Aldo Rico y el pintoresco líder de la organización Tradición, Familia y Propiedad, Cosme Beccar Varela. Éste, en un comunicado, reclamó “el apoyo a los sublevados para así frenar el avance del comunismo”. Una ensoñación desmedida para las pretenciones “de bolsillo” que ambicionan los uniformados en conflicto.
¿Un conflicto sindical? No estaría de más centrar justamente tal cuestión en el debate. Claro que los derechos sindicales de los encargados de ejercer la legítima fuerza del Estado son acotadas. En tal sentido, vale evocar la reciente huelga policial boliviana. El reclamo –de naturaleza salarial– incluyó el saqueo de una oficina de inteligencia que atesoraba los legajos del personal de la fuerza, junto a voladuras de cuarteles policiales en varios puntos del país. En La Paz, los huelguistas armados con fusiles y granadas que mantenían un cerco en torno del Palacio Quemado –la sede presidencial–, amenazaban con colgar incluso a sus delegados si las negociaciones no llegaban a buen puerto.
Se dijo hasta el hartazgo que lo de los gendarmes y prefectos es un conflicto salarial. Pero la pregunta persiste: ¿los uniformados son trabajadores o funcionarios públicos con armas? El carácter militarizado de su funcionamiento y la no democratización de sus estructuras internas no son ajenas a la crisis actual. Una crisis que, al menos por un momento, hizo añicos el sagrado sentido de la cadena de mando. Una cadena que es preciso refundar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario